Cultura de la violación y justicia patriarcal: Una revisión del concepto de consentimiento sexual y su impacto en el derecho de las mujeres a un proceso judicial imparcial

Sonia Tomás Alonso

sonia.tomas@dgip.mir.es
Ministerio del Interior
Secretaría General de Instituciones Penitenciarias

Resumen: La igualdad formal entre hombres y mujeres que reflejan nuestras leyes es utilizada a menudo para sostener la afirmación de que la igualdad real ha sido ya conseguida y que, por tanto, las reivindicaciones feministas carecen de sentido, pero estos argumentos no hacen sino revelar que el patriarcado está todavía lejos de ser desmantelado. Por ello, a la hora de diseñar políticas de igualdad efectivas es imprescindible rastrear y descartar aquellos discursos que pretenden encuadrarse dentro del feminismo pero que en realidad esconden la intención de desmantelarlo a base de frenar o incluso hacer retroceder los logros alcanzados por las mujeres. Así, el presente capítulo tiene como objetivo analizar el contenido actual del concepto de empoderamiento, demostrando que este ha quedado despojado de su sentido inicial para ser sustituido por un discurso individualista que desactiva la lucha colectiva de las mujeres, donde lo que se nos ofrece como transgresor y liberador no son más que estereotipos sexistas camuflados tras una apariencia de modernidad y de defensa de la libertad de elección. Para ello, se examinarán diversas prácticas que afectan a las mujeres en las que se ha establecido interesadamente una falsa equivalencia entre empoderamiento y conducta sexual, pero que lo que buscan en realidad es ampliar aún más el marco de derechos masculinos, revelando que la liberación en lo sexual no libera a las mujeres en absoluto de las relaciones de poder que los hombres ejercen sobre ellas. Se evidenciará, por tanto, que buscar el empoderamiento a través de la sexualidad sin haber derribado antes la estructura patriarcal y sin haber alcanzado la igualdad real no es más que una trampa tendida por quien sigue teniendo el verdadero poder para seguir asentado en él.

Palabras clave: justicia patriarcal; consentimiento; derecho de las mujeres; liberación sexual

1. Introducción

La Agenda de Desarrollo Sostenible, adoptada por los Estados Miembros de las Naciones Unidas en 2015, estableció el 2030 como plazo para la consecución de la igualdad de género y el empoderamiento de todas las mujeres y niñas; pero hoy, a menos de diez años de alcanzar esa fecha, el mundo no está en condiciones de lograrlo. Así al menos lo refleja el documento publicado por ONU Mujeres en 2022 en el que se revisa el progreso en el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (Azcona et al., 2022).

En dicho documento queda meridianamente claro que, a pesar de los logros alcanzados, el avance en la consecución de los derechos de las mujeres es muy lento y que, a este ritmo, llevaría unos 286 años eliminar las leyes discriminatorias, así como superar las brechas imperantes en las protecciones legales para las mujeres y niñas (ODS 5). Además, complementariamente, el ODS 16 tiene como propósito la protección de los derechos humanos y la defensa del Estado de derecho, para lo que habría de procurarse reparación a las víctimas de abusos e injusticias. Así, todas las instituciones públicas deberían representar a las mujeres y niñas y darles respuestas, facilitando «el acceso a la justicia para todos y creando instituciones eficaces, responsables e inclusivas a todos los niveles». Sin embargo, el acceso a la justicia y la protección que deben brindar las instituciones a los más vulnerables no siempre están garantizados, ni siquiera en las sociedades desarrolladas.

En el caso de nuestro país, la revolución sexual impulsada por el feminismo de los años sesenta no empezó a tener influencia hasta dos décadas después, cuando comenzaron a producirse los primeros cambios legislativos que quedaron plasmados en la ley del divorcio (Ley 30, 1981), la primera ley del aborto (Ley Orgánica 9, 1985), el reconocimiento de las agresiones sexuales como delitos contra la integridad sexual y no como delitos contra el honor (Ley Orgánica 3, 1989) o, más recientemente, con la aprobación de la ley integral de violencia de género (Ley Orgánica 1, 2004) o la ley para la igualdad efectiva entre hombres y mujeres (Ley Orgánica 3, 2007).

No obstante, y a pesar de los logros alcanzados, la falta de medios y de voluntad política han dado como resultado que la aprobación de algunas de estas normas haya quedado reducida a una mera declaración de intenciones sin reflejo en la práctica que, sin embargo, es utilizada para frenar nuevos avances bajo el argumento de que la igualdad real ya ha sido alcanzada. De hecho, los testimonios de mujeres víctimas de la violencia machista dan cuenta a diario de que el sistema de justicia opera aún hoy bajo la lógica del pensamiento patriarcal, porque es la credibilidad de las mujeres la que sigue estando en entredicho cuando se trata de juzgar delitos que específicamente les afectan a ellas y son igualmente ellas las que tienen que enfrentarse a interrogatorios inauditos en los que se cuestiona su forma de vestir, si habían bebido, si con su comportamiento pudieron provocar o llevar a error a su agresor o por qué no se resistieron con más fuerza. Y como si la revictimización, la estigmatización y el descrédito no fuesen suficientemente desalentadores, también se coloca sobre ellas la permanente sospecha de las denuncias falsas.

En pleno siglo XXI la justicia sigue siendo patriarcal porque los legisladores y los jueces no son entes disociados de la sociedad en la que viven, y la sociedad sigue estando impregnada por la cultura de la violación. Todavía hoy, como dijo Adrienne Rich: «objetividad es el nombre que se da en la sociedad patriarcal a la subjetividad masculina», porque conviene recordar que los hombres se han adueñado históricamente de todas las corrientes de pensamiento y han impuesto su mentalidad androcéntrica como referente y ejemplo para toda la humanidad. Así pues, han explicado el mundo como hombres, descrito a las mujeres como hombres y conceptualizado el sexo y el consentimiento como hombres (Domingo, 2020).

Los estereotipos y las falsas creencias en torno al consentimiento sexual afectan negativamente al derecho de las mujeres a un proceso judicial imparcial, y las sentencias que los reproducen no hacen más que legitimar la cultura de la violación, lanzando de paso un aviso a navegantes que tiene su consecuencia final en el hecho de que las agresiones sexuales son los delitos que menos se denuncian. Por ejemplo, los resultados de la macroencuesta de violencia contra la mujer de 2019 (Delegación del gobierno para la violencia de género, 2019), muestran que las denuncias por violencia sexual en nuestro país se sitúan en torno al 8 % y que entre los motivos más repetidos para no denunciar se encuentran la vergüenza, el haber sido menor cuando tuvo lugar la violencia sexual o el temor a no ser creídas. Además, el 84,1 % de las víctimas de violencia sexual y el 67,2 % de las mujeres que han sufrido una violación no han buscado ayuda formal tras lo sucedido. De hecho, en torno al 25 % de ellas declara que ni siquiera se lo contó a nadie (Delegación del Gobierno para la Violencia de Género, 2019).

Incluso, la mayoría de las víctimas que buscaron apoyo lo hicieron a nivel informal contando lo sucedido a personas de su entorno, pero a pesar de que las reacciones fueron favorables en la mayor parte de los casos, el porcentaje de personas que les aconsejó denunciar no alcanzó ni siquiera el 50 %. Además, y en relación con el nivel de formación, se observó que las mujeres con estudios universitarios son las que menos denuncian la violencia (14,1 %), con mucha diferencia con respecto al resto de grupos. Por lo tanto, si las mujeres no confían en las instituciones difícilmente denunciarán la violencia sufrida, sin duda uno de los primeros obstáculos que dificultan el acceso de estas a la justicia y, con ello, la protección de sus derechos.

El segundo obstáculo se encuentra en el corazón mismo del sistema judicial, ya que aquellas que sí denuncian se enfrentan habitualmente a un largo recorrido en el que tendrán que contar una y otra vez lo que les ha sucedido, sufriendo el peso de una serie de estereotipos que no están presentes cuando se trata de otros delitos. Durante el proceso se les cuestionará haber tardado en denunciar y se les exigirá que recuerden detalles exactos de la agresión sin tener en cuenta que relatar los hechos una y otra vez dificulta la superación del trauma y, todo ello, en muchas ocasiones, sucederá frente a los propios agresores, que estarán sentados a escasos centímetros de ellas durante la celebración del juicio. Con posterioridad, las sentencias reproducirán muchos de los mitos en torno a la violación, que se utilizarán para justificar la imposición de penas que a menudo no son acordes a la gravedad de los hechos. Por eso, incluso en aquellos casos en los que las víctimas obtienen una sentencia condenatoria para sus agresores, no es raro que muchas afirmen que, de haber sabido lo que les esperaba, no habrían denunciado.

El poder judicial tiene la responsabilidad de eliminar todos aquellos obstáculos que dificulten el acceso de las mujeres a la justicia en igualdad de condiciones, y no ser herramientas de consolidación de las desigualdades, pero los jueces no están por encima de los sesgos discriminatorios porque forman parte de la sociedad en la que se insertan. Las creencias sobre el consentimiento y la libre elección que aún se manejan de forma generalizada son las que permiten explicar por qué a pesar de la consecución de cambios legislativos que protegen a las mujeres algunos jueces siguen viendo «jolgorio» en lugar de violaciones. Así pues, se hace imprescindible analizar los mitos en torno al consentimiento sexual y cómo estos tienen su impacto en las leyes y su aplicación.

2. Antecedentes: el concepto del consentimiento sexual

Uno de los ámbitos en los que las mujeres se encuentran más rezagadas en cuanto a empoderamiento y libertad de elección es el de su capacidad para rechazar proposiciones sexuales, lo que inmediatamente remite a la noción de consentimiento. De hecho, puede rastrearse la existencia de una ofensiva persistente desde los años setenta encaminada a asegurar el consentimiento sexual de las mujeres en nombre, precisamente, de dicho empoderamiento. La revolución sexual impulsada en aquellos años fue rápidamente colonizada por el pensamiento patriarcal para establecer de manera perversa un falso paralelismo entre sexualidad, empoderamiento y libertad.

Así pues, es en esa época cuando comienza a enviarse el mensaje de que la mujer liberada, y, lo más importante, empoderada, sería aquella que fuese capaz de dejar atrás el código del recato impuesto históricamente y estuviese dispuesta a manifestar y llevar a cabo abiertamente sus deseos y fantasías. Así que, de la noche a la mañana, una sociedad que hasta hacía dos días iba a misa todos los domingos aplaudía de repente ante la idea de que las mujeres pudiesen acostarse con quien quisiesen sin necesidad de estar casadas y, además, se metía de lleno en lo que vino a llamarse «el destape», que se nos vendió como el colmo de la liberación y la modernidad. Pronto, «la mujer desnuda» se convirtió en sinónimo de liberación y empoderamiento, aunque nadie se molestó en preguntar quién se había liberado o empoderado efectivamente con ello, porque lo que no se mencionó es que liberarse en lo sexual no significa necesariamente liberarse de las relaciones de poder. El discurso de la emancipación a través de la conducta sexual ha llevado, por el contrario, a otra clase de tiranía en la que las mujeres pueden verse en la obligación de tener que estar dispuestas a aceptar todo tipo de prácticas, porque la liberación parece haber sido enunciada únicamente en términos de consentimiento, pero no en sus contrarios. Sin embargo, y siguiendo a Tiganus (2021), libertad sexual no es «follar con todo el mundo». Es decir «no» y que ese sea el fin de la conversación, no el comienzo de una negociación.

Así pues, la revolución sexual de los sesenta y setenta trajo consigo una serie de reformas legales que ensancharon los derechos de las mujeres, pero tuvo también una vertiente antifeminista que, entre otras cosas, acabó por colocarnos un modelo de la liberación basado en la sexualidad indiscriminada con la que los únicos que terminaron verdaderamente liberados fueron los hombres. A esto habría que sumarle, además, la alianza establecida a partir de los ochenta entre neoliberalismo y patriarcado, de tal modo que, combinados, el cuerpo de las mujeres empezó a considerarse como un artículo más de mercado, y términos como «transgresión» y «liberación» pasaron a convertirse en meros eslóganes con los que incluso la prostitución o la pornografía se presentaron como actividades con las que empoderarse.

En el momento actual asistimos al uso de una estrategia de apropiación por parte del patriarcado de los términos «empoderamiento» y «libre elección», con cuyo uso pretende ofrecerse una falsa imagen de defensa de la igualdad pero tras la que se esconde un nuevo intento de cosificación de las mujeres y de naturalización de los estereotipos de género, siendo posible detectar aquí una clásica maniobra del antifeminismo que algunos autores definen como un «contramovimiento social» (Meyer y Staggenbord, 2006) que «se constituye por reacción a las diferentes olas de movilización feminista, adquiriendo formas organizativas y prácticas discursivas adaptadas a cada momento histórico» (Bonet-Martí, 2020).

En este sentido, Puleo (2005) advierte de que el patriarcado ha sabido mutar y pasar de ser coercitivo en sus orígenes a ser «consensuado» en el momento actual, pudiendo atribuírsele el mérito de haber conseguido que, sin necesidad de utilizar la violencia salvo en casos extremos, sean ahora las mujeres las que elijan «voluntariamente» aquello que las oprime y se les haga creer, además, que están haciendo uso de su libre elección. De este modo, en nuestro país, las mujeres ya no serán encarceladas o asesinadas por no cumplir las exigencias de los roles sexuales, pero, a cambio, el sistema se encargará de socializarlas de tal forma que serán ellas mismas quienes buscarán de manera «voluntaria» ajustarse a ellas (Puleo, 2005).

En la actualidad, son los medios de comunicación y, especialmente las redes sociales, quienes se encargan de marcar las pautas sobre la nueva normativa para las mujeres, que habitualmente se acompañan de mensajes supuestamente emancipadores y empoderantes que persiguen que las mujeres los perciban como deseables para conducirlas a que sean ellas mismas, como sujetos «libres de elección», las que busquen su cumplimiento. Así, la noción de empoderamiento ha pasado de discurso político por la reestructuración de las relaciones de poder entre hombres y mujeres a convertirse en una categoría vacía que ofrece como liberadores y transgresores los mismos estereotipos sexistas de siempre, aunque envueltos ahora bajo una capa de modernidad y de defensa de la libertad de elección.

Por tanto, el patriarcado del consentimiento y el neoliberalismo van a celebrar y defender la libertad de elección de las mujeres, pero solo al leer entre líneas nos daremos cuenta de que lo hacen únicamente cuando pueden rentabilizar las ganancias a su favor. Así, la sexualidad y el placer vienen a representar en la actualidad el papel de sustitutos de la emancipación y la liberación y, de este modo, actividades como la prostitución o la pornografía pueden ya ofrecerse como liberadoras y transgresoras. Pero al mismo tiempo, cuando las mujeres cuestionen esa visión y reivindiquen otras formas de empoderarse, también podrán ser categorizadas, automáticamente, como ese grupo de «envidiosas», «resentidas» e «intolerantes» que se atreven a decir a otras mujeres lo que deben hacer.

Desde esta perspectiva, desplegar los comportamientos mencionados será considerado liberador porque la mujer así lo decide. Todo es válido si se añade el argumento de que lo hace porque quiere, porque nadie la ha obligado, pero se obvian intencionadamente los procesos de socialización a los que las mujeres están siendo sometidas y los mensajes sexistas con que se las bombardea constantemente. De hecho, mientras que el neoliberalismo trabaja activamente para trasladar la responsabilidad a los individuos, el patriarcado, por su parte, se encarga de ocultar que las elecciones personales de esos mismos individuos continúan estando atravesadas por la jerarquía sexo/género, de modo que las personas van a seguir programadas para elegir o desear cosas distintas en función de su género. Quizá por eso sean las mujeres las que, mayoritariamente, «deciden» «empoderarse» ejerciendo la prostitución, mientras que los hombres lo que eligen es ser puteros. Del mismo modo, la «libertad de elección» hace que sean las mujeres las que de manera habitual decidan sacrificar su comodidad para adaptarse a una estética que resulte atractiva a los hombres, mientras que estos eligen libremente ir cómodos con vaqueros y zapatillas.

En conclusión, el falso mensaje de la igualdad y la libertad de elección permite que los estereotipos y roles diferenciados se sigan explicando como un reflejo del orden natural de las cosas, facilitando que cualquier intento de volver a contextualizar la elección de las mujeres como resultado de la socialización sexista sea tachado de paternalista y condescendiente, cuando no como un atentado a su libertad de elección. Así pues, y en este contexto, no es de extrañar que la visión del sistema de justicia y otras instituciones en torno a la violencia sexual esté contaminada por el discurso de que las mujeres son ya agentes autónomos que no se encuentran restringidos por la desigualdad o los desequilibrios de poder (Gill, 2007).

Sin embargo, por más que se insista en ese mensaje, la conceptualización androcéntrica, o más concretamente, falocéntrica, que históricamente se ha hecho de la sexualidad sigue estando vigente, y la visión masculina continúa prevaleciendo a la hora establecer la definición no solo de lo que es o no el consentimiento, sino también de lo que es el sexo, lo que en la práctica suele reducirse a una sola cosa: el coito. De este modo, cualquier conducta que no implique penetración puede quedar fuera de la definición de relación sexual. Sin embargo, al mismo tiempo, cualquier comportamiento que acompañe a la penetración, incluida la violencia, podrá ser categorizado como relación sexual en lugar de agresión. Esto significa que, en la práctica, los hombres pueden conceptualizar la violencia sexual únicamente como sexo a pesar de que las mujeres no lo vivan de esa forma, y esto permitirá hacer pasar por relación sexual lo que no lo es, dificultando con ello la detección de la violencia no solo por parte de los hombres, sino también por parte de las propias mujeres.

Según el informe sobre la percepción social de la violencia sexual publicado en 2018 por la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género, el 96 % de los hombres manifiesta su rechazo a la trata con fines de explotación sexual; pero después, solo el 31 % considera que el consumo de prostitución debería ser castigado por la ley ya que, de todos los comportamientos analizados, la prostitución es el que menos personas identifican como violencia sexual. Además, el 55,9 % explica las agresiones sexuales mediante argumentos que exculpan al agresor (consumo de drogas, enfermedad mental, no poder controlarse, etc.) a lo que hay que añadir un 4,1 % que no sabe o no contesta, lo que arrojaría un 60 % de personas dispuestas a justificar o eximir al agresor de su responsabilidad en alguna medida. Asimismo, el 26,9 % de los hombres considera que las agresiones sexuales se denuncian siempre o casi siempre (lo que contrasta con los datos de la macroencuesta de violencia contra la mujer, que revela que solo se denuncian aproximadamente un 8 % de las agresiones) y un 40,1 % considera que las denuncias falsas son comunes en este tipo de delitos. Por ello, no es de extrañar que el funcionamiento de la justicia y de ciertas instituciones sea con frecuencia un reflejo bastante fiel de este estado general de las cosas.

Todavía hoy las violaciones se siguen viendo como sucesos que ocurren de madrugada, en callejones oscuros o descampados solitarios, y los violadores siguen siendo considerados unos pervertidos que, agazapados tras un arbusto, acechan a sus víctimas para abalanzarse sobre ellas por la espalda. Por eso, lo que muchos hombres practican casi siempre se trata de otra cosa: igual la víctima se emborrachó, se acostó con él y ahora dice que la han violado porque se arrepiente; lo mismo ella le está poniendo una denuncia falsa por despecho o por venganza o puede que ella no fuese clara y que el pobre haya sido víctima de un malentendido. Es decir, todo lo que no se ajuste a la imagen estereotipada de lo que entendemos que es una violación podrá retratarse, en el mejor de los casos, como una situación de «ambigüedad sexual» ocasionada por la incapacidad de las mujeres de expresar su negativa de manera clara, lo que permitirá, por el mismo precio, que los agresores puedan representar el papel de perjudicados al colocarse a sí mismos como víctimas de los mensajes confusos de éstas.

De este modo, el argumento del consentimiento se está utilizando como «fórmula magistral» para prevenir las agresiones, al partir de la creencia de que, al no ser expresado por las mujeres de manera clara, esto da lugar a «malentendidos sexuales» que colocan a los hombres en una situación de ambigüedad en la que esos límites podrían ser fácilmente traspasados sin que medie una percepción de que efectivamente se están traspasando, lo que abre la posibilidad a que, con posterioridad, una denuncia por violación sea vivida por los agresores como algo incomprensible y sorpresivo, sintiéndose, según dicen, inseguros y desprotegidos ante las acusaciones de cualquier mujer.

Pero los argumentos anteriores parten de una doble falacia: en primer lugar, porque aceptan la creencia de que los hombres no agreden, sino que simplemente traspasan los límites de las mujeres sin ser conscientes de ello (por supuesto como consecuencia de la poca claridad de éstas últimas). En segundo lugar, porque dan por hecho que todos los hombres frenarán su conducta ante la negativa de una mujer. Sin embargo, «tras el consentimiento sexual se esconde un fenómeno social con marca de género que colabora con la dominación masculina al reproducir el modelo dicotómico hombre-activo/mujer-pasiva, y que descarga en las mujeres la responsabilidad de establecer límites a los avances masculinos, que, por su parte, son naturalizados y considerados culturalmente como inevitables» (Pérez, 2016, p. 743).

Así, «a nivel simbólico, social y subjetivo, consentir se estructura a partir de un sistema de oposición jerárquicamente organizado y fundamentado en el orden sexual: es responsabilidad de las mujeres establecer límites a los intentos masculinos por obtener algo de ellas» (Pérez, 2016, p. 743), de la misma manera que lo es poner precauciones ante los embarazos no deseados o la adopción de cualquier otra medida de autoprotección. En consecuencia, mientras que el consentimiento acaba convirtiéndose en un asunto «común» para las mujeres, para los hombres es extremadamente raro, ya que, al ser considerados agentes activos a la hora de iniciar una relación sexual, no necesitan proclamar que la han consentido. De esta manera, dar o conseguir aprobación se convierte en un tema serio para las mujeres porque las consecuencias de aceptar o rechazar no recaen en nadie más que en ellas.

Pero no hay que olvidar que el consentimiento de la mujer también está edificado en torno a varias mentiras: la primera, el pretendido control y empoderamiento de las mujeres a través de la sexualidad; la segunda, su supuesta libertad para decidir el tipo de sexo que quieren y con quién tenerlo; la tercera, la suposición de que las mujeres siempre tienen claro lo que quieren, lo que de paso ignora todos los condicionantes socio-culturales que influyen en sus deseos. Por eso, mientras no se desmantele la idea de que el sexo es una necesidad o un derecho para los hombres, cualquier intento de liberación sexual para las mujeres acabará desarrollándose inevitablemente en términos de disponibilidad para ellos.

Tanto la perspectiva centrada en el «sí es sí» como la del «no es no» en relación al consentimiento suponen un arma de doble filo para las mujeres, ya que se está cargando sobre sus espaldas la responsabilidad de decir claramente lo que quieren (lo que, de paso, les estaría negando el derecho a no saberlo) de tal modo que la «culpabilidad» en caso de agresión o de una relación insatisfactoria recaerá solamente en ellas, y eso no modifica en modo alguno la dinámica de poder entre hombres y mujeres. Pero al mismo tiempo, el discurso de la liberación no ha supuesto liberarse de otros discursos, ya que el doble rasero sigue presente de manera muy clara cuando se trata de juzgar el comportamiento sexual de las mujeres. Por un lado, se las anima a expresar sus deseos y a experimentar abiertamente en el sexo, pero después eso mismo será utilizado en su contra si son agredidas, ya que se interpretará como la prueba fehaciente de su perversión e imprudencia.

3. La legislación de la violencia sexual

La psiquiatría y la psicología actuales también contribuyen al sostenimiento de los roles y las expectativas sexuales diferenciadas en torno al consentimiento a través de sus definiciones de lo normal y lo patológico. En su libro El buen sexo mañana. Mujer y deseo en la era del consentimiento, Angel (2021) señala cómo el DSM-V (Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales. APA, 2014), en el apartado dedicado a las disfunciones sexuales, habla del «trastorno del interés/excitación sexual femenino» por un lado y del «trastorno del deseo sexual hipoactivo en el varón (sic)» por otro.

El lenguaje es muy importante, ya que lo que pudiera parecer una mera cuestión semántica en realidad se asemeja más a una declaración de intenciones: la Asociación de Psiquiatría Americana (APA) deja claro que el deseo es patrimonio del varón, deslizando por el mismo precio la idea de que se trata de una necesidad profunda, mientras que el papel de la mujer parece ser el de responder a ese deseo con interés y/o excitación. Por lo tanto, no ajustarse a ese ideal (heteronormativo) derivará en el diagnóstico de desórdenes del deseo para ellos y del interés o de la excitación para ellas. Nada que no dijera Freud a principios del siglo pasado. Y nada que no nos diga tampoco la pornografía en pleno siglo XXI.

De este modo, el DSM-V (2014) apuntala el mito patriarcal de que los hombres (en masculino) han de estar siempre «dispuestos», pero al mismo tiempo se naturaliza la idea de que la sexualidad femenina es de tipo receptivo y que las mujeres deben mostrar automática y obligatoriamente interés y excitación ante las insinuaciones de cualquier hombre, alentando así su consentimiento. Sin embargo, hay que tener mucha sangre fría para sostener sin rubor un discurso según el cual se anima a las mujeres a interesarse activamente por el sexo (hasta el punto de ser diagnosticadas como trastornadas si no lo hacen) mientras que al mismo tiempo se las sigue castigando socialmente por hacerlo.

El DSM-V (2014) ignora de manera interesada el bagaje cultural que arrastramos hombres y mujeres, olvidando que los tabúes y las normas patriarcales son potentes inhibidores del interés sexual en las mujeres, aunque no necesariamente del deseo que, sin embargo, el manual parece estar negando al no nombrarlo ni tenerlo en cuenta. En su lugar, la sexualidad femenina es sometida a unos mandatos y a sus contrarios, y a las mujeres se les recuerda a diario la amenaza de violencia masculina sobre ellas a la vez que se las responsabiliza por ello. Con todo eso en mente, la sociedad posmoderna se permite exhortar a las mujeres a que muestren sus deseos y su placer como si nada pasara. Pero sí que pasa: las mujeres se verán en la obligación de dejar sus deseos a un lado y sopesar todos los costes y beneficios antes de decidir si «acceden» a los deseos del varón, por lo que a menudo su consentimiento no obedecerá a un deseo genuino, sino al miedo a que las consecuencias sean peores (Popova, 2021).

Así pues, las actitudes que ignoran, minimizan o incluso fomentan mediante actitudes misóginas la violencia sexual hacia las mujeres acaban teniendo reflejo en las leyes y en el funcionamiento de las instituciones. En este sentido, la legislación de la violencia sexual en los sistemas penales se ha caracterizado tradicionalmente por estar enunciada en los términos anteriores, y prueba de ello es su histórica categorización como delito contra el honor o la honestidad. Esta forma de conceptualizar las agresiones sexuales es importante porque, de acuerdo con ella, no era el honor o la honestidad de las mujeres agredidas lo que debía salvaguardarse sino el de sus familias, reflejando así la clásica idea de que las mujeres son las únicas depositarias de la moral de la familia o la comunidad e intensificándose de este modo el control sobre su sexualidad. Así, el honor que se consideraba dañado no era el de la víctima, sino el de terceras personas, porque el «bien jurídico» que se protegía no era el derecho de las mujeres a vivir libres de violencia, sino el «derecho» de las familias (o más concretamente, de los hombres de la familia) a vivir de acuerdo con la tradición y las costumbres, unas costumbres que aún consideraban a las mujeres como propiedad de los varones y, según las cuales, si otro quería acceder sexualmente a ellas era el consentimiento del padre, el hermano o cualquier otro familiar varón el que se requería, pero nunca el de la propia mujer.

Esta manera de legislar no solo revela la mentalidad patriarcal de quien redacta las leyes, sino que también contribuye al refuerzo y sostenimiento de los estereotipos de género que colocan a las mujeres como únicas responsables de proteger su integridad sexual, lo que entronca directamente con la noción de consentimiento. La sociedad en su conjunto, y el sistema legal en particular, siempre han partido de un prejuicio histórico que considera las agresiones sexuales como resultado de la actuación incorrecta de la mujer, bien por incumplimiento de los mandatos de género que tiene asignados (no vayas sola, no vuelvas tarde, no bebas, etc.) o bien porque con su comportamiento no ha sabido transmitir adecuadamente su falta de interés en las relaciones sexuales. Así, es habitual que las mujeres sean alternativamente acusadas de provocar su agresión o de confundir a sus agresores al no haber sabido comunicar efectivamente el consentimiento (o, mejor dicho, la falta de este).

Esta visión todavía se utiliza en muchos países para sancionar los delitos perpetrados desproporcionadamente contra las mujeres, de modo que la sumisión de la mujer pasaría a formar parte de la propia norma. Así es como las normas jurídicas se han encargado de reforzar y difundir los estereotipos de género que históricamente han colocado a la mujer en un plano inferior al del hombre, justificándolo además sobre la base de un supuesto orden natural. En España, por ejemplo, el Código Penal de 1822 (Callejo y Martínez, 2022) solo contemplaba que las víctimas de violación fueran mujeres, contemplando una determinada pena en caso de que estas fueran casadas (art. 669) pero la mitad en caso de ser mujeres «públicas» (art. 670), poniéndose así de manifiesto la clásica distinción patriarcal entre la «santa» y la «puta», a consecuencia de la cual no se proporcionaba la misma tutela a todas las mujeres, ya que solo las consideradas honestas eran merecedoras de mayor protección. No obstante, la denominación «delitos contra la honestidad», como tal, no aparece por primera vez hasta el Código de 1848, donde la pérdida de la reputación de la mujer se entremezclaba con el honor masculino como consecuencia de la visión androcéntrica de la sexualidad femenina (Altuzarra, 2020).

Así pues, posteriores códigos penales como el de 1973 (Decreto 3096, 1973), por ejemplo, incluían la violación dentro de los delitos contra la honestidad, y su artículo 112.5 establecía que la pena podía quedar extinguida por perdón del ofendido. Por su parte, el artículo 443 señalaba que en los delitos mencionados en el párrafo primero de ese artículo (delitos de violación, abusos deshonestos, estupro y rapto), el perdón expreso o presunto del ofendido, mayor de veintitrés años, extinguía la acción penal o la pena impuesta o en ejecución, siendo que el perdón se presumía por el matrimonio de la ofendida con el agresor. Esto daba lugar a que, en muchas ocasiones, las víctimas, además de haber sido violadas, fuesen sometidas a una campaña de amenazas y acoso por parte de los agresores y sus familias hasta obtener el «perdón» y evitar así la cárcel. Por ello, tomar como referente la moral pública en lugar del daño causado a la persona revela el evidente componente patriarcal de las leyes, al abogar el Estado por un concepto según el cual la mujer no está protegida en relación con su libertad personal, sino en relación con el poder que el marido o la familia ejercen sobre ella.

Según el informe publicado en 2021 por el Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA), titulado Mi cuerpo me pertenece, este tipo de normas siguen siendo una realidad en numerosos países y en otros solo han sido derogadas en tiempos muy recientes (Palestina en 2018, Túnez, Jordania y Líbano en 2017, Bolivia en 2013, Costa Rica en 2007, Uruguay en 2006 o Francia en 1994). En nuestro país, por ejemplo, hubo que esperar hasta el 22 de junio de 1989 para que el BOE publicara la Ley Orgánica 3 de 1989 de actualización del Código Penal, por la que se modificó el artículo 338 bis, párrafo primero, y se introdujo el cambio de denominación a «delitos contra la libertad sexual».

Pero por más que las leyes actuales hablen formalmente de delitos contra la libertad o la integridad sexual, la mayor parte de víctimas de agresiones sexuales siguen sufriendo todavía en el presente las consecuencias de ese pasado no tan lejano, ya que la práctica habitual demuestra que muchos de los actores implicados en el escenario jurídico siguen manejando las viejas categorías que los definían como delitos contra el honor. Las víctimas no solo siguen siendo cuestionadas por una parte de la sociedad o incluso por su propio entorno, sino que también son objeto de victimización secundaria a manos del mismo sistema de justicia, para el cual, y bajo la influencia de esa «herencia recibida», sigue siendo práctica habitual escudriñar en las vidas privadas de las víctimas, pareciendo así más interesado en cuestionar su honestidad que en demostrar la agresión que han sufrido. Solo de ese modo se explica por qué tantos interrogatorios en sede judicial se centran en la conducta de la víctima (no solo antes, sino también después de la agresión) en lugar de centrarse en la de los agresores.

«¿Qué llevabas puesto aquel día?», «¿Qué hiciste después de la violación?», «¿Seguiste con tu vida normal?» o «¿Cerró usted bien las piernas?» son preguntas que de manera habitual se siguen formulando a las víctimas en los juicios por violación (no así en otros delitos), poniendo de manifiesto que todavía hoy se considera que el comportamiento de estas, o la ropa que llevaran, son importantes a la hora de sufrir una agresión sexual. Así pues, el consentimiento es algo que se da por hecho y que, por tanto, la víctima ha de afanarse en desmentir (esfuerzo que, por cierto, no se exige a ninguna otra víctima), ya que al parecer las mujeres que visten de determinada forma o que beben alrededor de los hombres es porque quieren y consienten tener sexo con ellos. Como apunta Popova (2021), comportamientos que no tienen nada que ver con el sexo ni con el consentimiento se toman sin embargo como sinónimos de ambos, hasta el punto de llegar a tener más valor para determinar la existencia de consentimiento que un «no» por parte de las mujeres.

Los efectos a nivel psicológico que los procesos penales tienen en las víctimas son bien conocidos, dando lugar a la llamada «victimización secundaria» que, en muchas ocasiones, resulta incluso más dañina que la propia agresión y que podría explicar, al menos en parte, la baja tasa de denuncias en este tipo de delitos. Numerosas investigaciones muestran que la repercusión de este tipo de victimización puede alcanzar su grado máximo cuando la estrategia de defensa se centra en la propia víctima aduciendo lo inadecuado de estar en aquel lugar, que había tenido relaciones previas con el agresor (o con cualquier otro hombre), su supuesta falta de reacción y negativa firme o que lo ambiguo de su actitud pudo llevar al agresor a error o a pensar que había aceptado libremente (Rubio y Monteros, 2001). Diferentes estudios (Amnistía Internacional, 2018; Camplá, Marcos, Fariña y Arce, 2019; Camplá, Gancedo y Novo, 2019; Grevio, 2020) demuestran que en más de la mitad de los casos las estrategias de defensa de los agresores adoptan los argumentos mencionados en alguna de sus formas, ya sea insinuando que la víctima consintió o propició la agresión o afirmando directamente que miente.

En consonancia con lo anterior, al realizar una comparativa entre diferentes sentencias por delitos contra la libertad sexual seleccionadas al azar se observa que cuando existe una relación de parentesco o noviazgo entre las partes, las probabilidades de que el acusado sea absuelto son mayores. Y lo mismo sucede con las agresiones puntuales frente a las reiteradas, encontrando que, paradójicamente, es en el caso de las segundas donde más dificultades existen para hallar sentencias condenatorias. Por otro lado, es igualmente llamativa la frecuencia con la que, cuando en una agresión sexual concurre otro delito (habitualmente un robo con violencia), la pena de mayor cuantía suele recaer en este último.

Todo lo anterior revela la falta de perspectiva de género con que las leyes y su aplicación están planteadas, pues no es difícil imaginar (a menos que se sea un hombre, así parece) que para cualquier mujer es mucho más traumático ser asaltada sexualmente que el robo de un teléfono móvil o un monedero. Según datos del Ministerio del Interior (2022), en el año 2021 se interpusieron un total de 17.016 denuncias por delitos relacionados con la libertad sexual, hallándose la tasa de esclarecimiento por parte de la policía en torno al 80 %. Estos datos contrastan con los ofrecidos en el informe anual del Consejo General del Poder Judicial (2022), que recoge 3.881 condenas por este tipo de delitos en ese mismo año. Así pues, el número de condenas en ese periodo supone únicamente un 22,8 % del total de las denuncias interpuestas. Además, las denuncias por delitos contra la libertad sexual pasaron de 3.446 entre enero y marzo de 2021 a 4.191 en los tres primeros meses de 2022, lo que supone un 21,6 % más. Pero si tenemos en cuenta que según la macroencuesta de violencia de género solo se denuncian aproximadamente el 8 % de los casos, el número de condenas supondría entonces que el 98,2 % de los agresores quedan impunes.

Por su parte, las conclusiones del informe elaborado en 2020 por el Grupo de Estudios Avanzados en Violencia de la Universidad de Barcelona (GEAV) para el Ministerio del Interior son aún más pesimistas, ya que estima una cifra negra de criminalidad en este tipo de delitos en torno a 400.000 al año, lo que supondría que, en contra de los datos que ofrece la macroencuesta de violencia de género, solo se denunciarían alrededor del 4,25 % de las agresiones cometidas y que los agresores solo serían condenados el 0,97 % de las veces (Andrés Pueyo et al., 2020).

De acuerdo con lo anterior, casi se puede afirmar que las agresiones sexuales en España quedan impunes, pero después nos extraña que las mujeres no confíen en la justicia. Por lo tanto, no es descabellado afirmar que la cultura de la violación está lejos de ser desmantelada y que, de hecho, se reproduce de manera habitual en los procesos judiciales. Los cambios sociales en las últimas décadas no se han traducido en una mejor comprensión de la violencia sexual, y la interpretación que jueces, fiscales y abogados hacen del consentimiento está lejos de ser neutral, hasta el punto de que los falsos mitos en torno a las agresiones sexuales se utilizan habitualmente como argumentos de defensa sin que nadie suela ponerlos en duda. Esto se traduce en un sistema de justicia que victimiza por partida doble a las mujeres que se atreven a denunciar y disuade al resto de hacerlo.

4. Reflexiones finales

Las normas sociales y los estereotipos sexistas en torno al consentimiento pueden socavar la capacidad de las mujeres para tomar decisiones en libertad, fomentando que se abstengan de rechazar proposiciones sexuales por miedo a las consecuencias, así como que eviten acudir al sistema de justicia para reclamar sus derechos.

En este sentido, modificar las leyes para que apliquen la perspectiva de género es un paso importante para eliminar las formas más evidentes de discriminación, pero dicha modificación debe ir acompañada de una revisión del contexto social ya que, de hecho, este puede ser tanto o más determinante a la hora de producir efectos discriminatorios. Así pues, los actores implicados en el escenario jurídico han de revisar sus propios sesgos machistas y la forma en que estos pueden quedar reflejados en una sentencia, ya que por mucho que las mujeres se empoderen y exijan sus derechos, el avance en esta materia también depende, y en buena medida, de la disposición de los hombres a cambiar su mentalidad y a despojarse de los privilegios que les colocan en una posición de poder sobre ellas.

La reciente aprobación de la ley del «solo sí es sí» ha situado el consentimiento como eje central a la hora de determinar la existencia de una agresión sexual, pero la rebaja de penas que ha traído consigo su entrada en vigor está generando una nociva sensación de inseguridad y desprotección en las mujeres, reactivando así el viejo debate punitivismo vs. antipunitivismo.

Sin embargo, aunque el aumento de las penas por violación pueda ser una forma de canalizar la rabia de las víctimas, no implica ningún cuestionamiento del sistema ni de la justicia en sí, porque de poco sirve endurecer el Código Penal si después hay jueces que siguen viendo «jolgorio» en lugar de violación. La mayoría de las víctimas no buscan tanto una condena «ejemplar» como un reconocimiento del daño que han sufrido, y este reconocimiento no siempre pasa por la imposición de penas más duras, sino por recibir un trato digno por parte del sistema que se supone que está para protegerlas. El artículo 3 de la Ley 4/2015 de 27 de abril establece que:

toda víctima tiene derecho a […] recibir un trato respetuoso, profesional, individualizado y no discriminatorio desde su primer contacto con las autoridades o funcionarios, durante la actuación de los servicios de asistencia y apoyo a las víctimas y de justicia restaurativa, a lo largo de todo el proceso penal y por un período de tiempo adecuado después de su conclusión, con independencia de que se conozca o no la identidad del infractor y del resultado del proceso. (Ley 4, 2015, p. 10)

Sin embargo, a pesar de ello, la calidad de la atención que reciben depende en muchas ocasiones de la sensibilidad particular de la persona que las atiende, y eso es inaceptable. Las políticas de prevención eficaces han de ser multidisciplinares. Se han de emprender campañas de educación sexual serias y acometer reformas en el sistema de justicia que incluyan una mejor formación en perspectiva de género para los profesionales implicados que lleve a una adecuada atención a las víctimas. Hay que abordar el problema de la prostitución y la pornografía, contrarrestando los mensajes supuestamente progresistas que tratan de presentarlas como «trabajo» o conductas empoderantes. Hay que exigir una adecuada conceptualización de los delitos sexuales y que estos sean reconocidos como violencia específica contra la mujer, porque así lo establece el Convenio de Estambul que nuestro país ratificó (Instrumento de ratificación de Convenio de Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica, hecho en Estambul el 11 de mayo de 2011, 2014). Y hay que combatir los discursos de aquellos que proponen derogar las leyes de igualdad y contra la violencia de género porque consideran que criminalizan a los hombres y que han sido aprobadas por «feminazis psicópatas de género» (Serrano, 2015).

Las reformas, por tanto, no pueden limitarse solo al sistema de justicia, porque esto supondría únicamente un grano de arena en medio del desierto. El patriarcado es la estructura torno a la cual está edificada la sociedad y para su demolición no basta con colocar una sola carga. Solo cuando la jerarquía sexual quede definitivamente desarticulada, el término empoderamiento perderá su sentido y podremos hablar de auténtico consentimiento y de libre elección.

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